Tras las huellas de San Juan de Mata

Esta semana se cumplen 812 años de la muerte de san Juan de Mata, fundador de la Orden de la Santísima Trinidad y los Cautivos. La tradición trinitaria sitúa su nacimiento en Faucon de Barcelonnette, un pequeño pueblo de la Provenza francesa donde aún existe una comunidad trinitaria en su memoria. Sin embargo, desde hace tiempo circulan relatos que vinculan sus orígenes con Cataluña. Durante años tomé estas historias como simples curiosidades, hasta que visité Gombrèn y conocí al Dr. Eudald Maideu.

Gombrèn, en la comarca del Ripollés, estribaciones del Pirineo catalán, es conocido por ser cuna del dominico san Francisco Coll (1812-1875), fundador de las Dominicas de la Anunciata, y por las leyendas del Comte Arnau. Pero este pequeño guarda otro secreto: una tradición que lo vincula con san Juan de Mata.

La estirpe de los Mataplana

Para comprender esta tradición debemos remontarnos al siglo XI, cuando surge el linaje de los Mataplana en Gombrèn. El primer documentado es Hugo I de Mataplana en 1076. A mediados del siglo XII, Hugo III convirtió el castillo familiar en un centro cultural donde brillaron trovadores de gran fama, como Raimon Vidal de Besalú y Guillem de Berguedá. Su hermano, Ponç de Mataplana, fue consejero del rey Alfonso II “el trovador”.

En el siglo XIII, Hugo V luchó junto a Pedro II de Aragón en las batallas de Las Navas de Tolosa y Muret, donde murió junto al monarca. Más tarde, otro Hugo —hijo de Hugo VI— destacó como jurista, consejero real, obispo de Zaragoza y coronador de Jaime II de Aragón. Su hermana, Blanca de Mataplana, se casó con Galceran d’Urtx y recibió el título de baronesa de Mataplana.

En 1320 la familia abandonó el castillo para instalarse en la Pobla de Lillet, incorporando el condado de Pallars. El nieto de Blanca, Arnau Roger II de N’Hug —conde de Pallars, barón de Mataplana y señor de Gombrèn—, regresó al castillo y mandó construir en sus proximidades una capilla dedicada a san Juan de Mata, a quien consideraba su ilustre antepasado. Tras su muerte en 1373 y varias revueltas populares a causa de su autoritarismo y abusos, la baronía pasó a los Pinós. El linaje se extinguió jurídicamente, aunque el título sobrevivió hasta los Decretos de Nueva Planta de 1714.

Curiosamente, Arnau Roger II es el primer testimonio que vincula a san Juan de Mata con los Mataplana. Además, su figura inspiró la leyenda del temible Comte Arnau, condenado a cabalgar eternamente por sus pecados en la noche de difuntos, buscando las almas de incautos y confiados.

Tradiciones sobre el nacimiento de Juan de Mata

En el siglo XIX, estudiosos como Manuel Milà Fontanals recopilaron las leyendas del Ripollés, entre ellas las que relacionan a los Mataplana con el fundador trinitario. La más popular y difundida en Gombrèn afirma que Juan de Mata fue concebido en el castillo de los Mataplana, donde su padre se recuperaba de heridas de guerra y recibió la visita de su esposa, que después regresó a la Provenza y dio a luz al niño.

Otra tradición, con mayor base histórica, nos lleva de nuevo al siglo XII, durante las guerras por el condado de Provenza (1145-1162) entre las casas de Baux y Barcelona. Todos los vasallos del condado de Barcelona fueron llamados a luchar junto a Raimon Berenguer, que finalmente obtuvo la victoria. Entre los señores que combatieron en Provenza estuvo Hugo III de Mataplana.

Uno de sus parientes, Eufemi de Mataplana, recibió tierras en Provenza y se instaló en la aldea de Falcó —identificada con Faucon de Barcelonnette—. Su esposa, Marta de Fenollet, dio a luz a un niño llamado Joan de Mataplana, cuyo apellido evolucionó hasta transformarse en Matha.

Esta tradición aparece en documentos trinitarios como la Crónica de la Provincia de Castilla, León y Navarra (Fr. Francisco de la Vega, 1720) y en obras externas como los Anales de Cataluña (Narcis Feliu de la Penya, 1709).

Huellas del santo en Gombrèn

El vestigio más significativo es la capilla románica que Arnau Roger II dedicó al santo: una pequeña nave rectangular con ábside orientado al este y espadaña-campanario. Restaurada en 1618, 1859 y 1969, conserva restos de pintura mural. Algunos elementos se conservan hoy en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, el Museu Episcopal de Vic y el Museu del Comte Arnau.

En 1889, el obispo de Vic, Josep Morgades, trasladó una imagen del santo al santuario de Montgrony y lo proclamó patrón de Gombrèn. Para celebrar el patronazgo se compusieron los tradicionales gozos, cuya estrofa más conocida recuerda la leyenda de su concepción en estas montañas:

“Al peu d’aquesta muntanya
de Montgrony, sou concebut,
i a Falcó de la Cerdanya
casualment havent nascut;
dels Barons de Mataplana
fóreu fill, glòria i honor”.

Desde entonces, el pueblo de Gombrèn celebra cada 1 de febrero la fiesta de Sant Joan de Mata, o Sant Joan de Mataplana. Se recuerda su carisma de redentor de cautivos, tan distinto de aquel otro Mataplana, el legendario Comte Arnau, condenado a cabalgar en busca de almas a las que hacer cautivas del infierno.

Enderezar senderos

Adviento no es un tiempo para decorar nuestras rutinas con bonitas luces, sino para encender hogueras en cada uno de nuestros desiertos. Juan el Bautista no susurra palabras dulces: grita, «Preparad el camino, enderezad senderos». Pero nosotros, expertos en rodeos, preferimos las veredas que acarician nuestras certezas y alimentan un optimismo efímero. Nos fascinan los caminos conocidos porque nos ofrecen una seguridad disfrazada de esperanza: promesas sin riesgo, certezas sin incomodidad. Son senderos en los que no aventuramos la vida, sin intemperies, sin posibilidad de fracaso.

Pero ninguna existencia se endereza en caminos tranquilos. Las rutas que esquivan las complicaciones nos invitan a contemplar el paisaje sin preguntarnos por su sentido. Y a eso lo llamamos “ser realistas”, como si la realidad fuese un sofá donde acomodarse. Hemos domesticado la esperanza, la hemos convertido en un animal de compañía que no muerde, que no incomoda. Y así, mientras creemos avanzar, giramos en círculos, entretenidos con lo inmediato.

Zygmunt Bauman dice: «No es verdad que la felicidad significa tener una vida sin problemas. Una vida feliz viene de la superación de los problemas». Sin embargo, seguimos buscando atajos para no enfrentarnos a nada. Queremos una felicidad sin grietas, una esperanza sin riesgo, un Adviento sin desierto. Y así, la voz del Bautista se disuelve entre villancicos y luces deslumbrantes.

Adviento es el tiempo de la utopía, que no significa ingenuidad, sino del “sin lugar”, porque todavía no existe… pero puede existir. Ernest Bloch nos recordó que las utopías son la fuerza motriz de la humanidad; sin ellas, el mundo pierde el horizonte. Necesitamos un realismo utópico, no ese realismo que nos ata a lo posible y nos roba el coraje de soñar. El realismo sin utopía es un mapa sin norte.

La utopía cristiana va más lejos que todas: no termina en el aquí ni se agota en la justicia. Cuando creemos haber llegado, empieza de nuevo, porque su meta es el amor. Y el amor no se conforma con caminos rectos: los inventa. Por eso, enderezar senderos no es regresar a lo cómodo, sino abrir rutas donde nadie se atreve. Es caminar a la intemperie, con la esperanza por brújula y la audacia por calzado.

¿Y qué significa enderezar senderos hoy? Significa dejar de maquillar la realidad con discursos tibios. Significa incomodarnos, romper la lógica del “siempre se ha hecho así”. Significa mirar de frente las heridas del mundo y no darles la espalda con excusas piadosas. Enderezar senderos es desmantelar las cómodas veredas del ego, esas que nos prometen éxito rápido y felicidad instantánea. Es atrevernos a caminar por sendas que no garantizan aplausos, pero sí autenticidad.

La esperanza del Adviento no es un placebo para soportar la vida; es asumir que tenemos la capacidad para transformarla. No es un calmante, es una provocación. Nos invita a creer que lo imposible no es quimera, sino tarea. Nos desafía a vivir sin refugio, a exponernos a la intemperie de lo incierto. Porque solo quien se atreve a salir del abrigo de lo seguro descubre que la vida, en su crudeza, es también promesa.

Quizá por eso Juan el Bautista no predicaba en los palacios, sino en el desierto. Porque el desierto no engaña: allí no hay sombras cómodas, ni discursos anestesiantes. Allí todo es esencial. Y en lo esencial, la esperanza se vuelve camino, no consuelo. Enderezar senderos es aprender a caminar sin mapas, sabiendo que el horizonte no está trazado, sino por trazar. Es comprender que la utopía no es un lugar al que se llega, sino una dirección que se elige y se acoge.

El Adviento nos recuerda que la fe no es un seguro de vida, sino una invitación a la intemperie. Que la esperanza no es un sofá, sino una mochila ligera para atravesar desiertos. Que enderezar senderos no es buscar comodidad, sino abrir rutas imposibles. Porque el amor —ese amor que inaugura el Reino— no se conforma con lo posible: lo desborda.

Adviento: la audacia de esperar provocando

Vuelve el Adviento. Un año más. Y quizá no nos venga mal detenernos en la terminología que asociamos con este tiempo. Porque no es lo mismo esperanza que optimismo, ni que simple espera. Y, sin embargo, solemos confundirlas.

Lo primero que conviene aclarar es que Adviento no es un tiempo de espera, sino de esperanza. Y esperar no es lo mismo que esperar con esperanza. La espera, tal como solemos vivirla, es casi una renuncia: quedamos pendientes de algo que no controlamos y nos resignamos a “matar el tiempo”, a distraernos para no sentir que la vida se detiene. No es casual que una “sala de espera” esté llena de pantallas, revistas y ruido: todo está pensado para que no notemos que allí dentro nada sucede, salvo nuestro deseo de salir cuanto antes y acceder a lo verdaderamente importante.

También nosotros hemos convertido el Adviento en un tiempo de espera cuando lo reducimos a la satisfacción de deseos y metas: recibir regalos, juntar a la familia, que los precios no suban, celebrar comidas, empezar bien el año… Esperamos como quien se evade, como quien quiere pasar página o esconder fracasos. Esperamos que cambie nuestro juicio sobre los otros, o que los demás cambien el que tienen sobre nosotros. Pero esa espera no transforma nada. Es pasiva, anestesiante, y nos deja siempre igual.

Frente a esa espera que nos adormece, la esperanza es otra cosa. La desinencia -anza indica en castellano una acción sostenida. La esperanza no es un deseo quieto, sino un deseo que nos lleva a provocar la aparición o la construcción de lo que deseamos. Solo se puede esperar —con esperanza— aquello que, de algún modo, depende también de cada uno de nosotros. Es desear provocando, desear de manera tan apasionada que nos entregamos a realizar aquello mismo que esperamos, sin distracciones.

Por eso la esperanza cristiana es verdaderamente esperanza: lo que viene —y el que viene empujándolo— no irrumpirá por simple fatalidad, sino por una acumulación de deseos, gestos y provocaciones. Dios no promete el Reino como un destino inevitable, sino como una tarea y una misión. El Adviento no es un tiempo para “matar el tiempo” o para distraernos, sino para alimentar lo que sostiene nuestra vida: esa esperanza que no hace ruido, que no se exhibe, pero que sostiene la vida y la empuja hacia delante.

Conviene también distinguir esperanza de optimismo, como recuerda Byung-Chul Han. El optimismo es una variante más de la fe del carbonero: cuanto más se cultiva, menos espacio deja para la esperanza. El optimismo anestesia, nos hace creer que todo irá bien sin que hagamos nada. La esperanza, en cambio, nos compromete, nos obliga a mover nuestras certezas sedentarias. El optimismo es evasión; la esperanza, resistencia activa. El optimismo se conforma con que las cosas cambien por sí mismas; la esperanza se arremanga para provocar el cambio. Por eso el Adviento no puede ser un tiempo de ingenuidad optimista, sino de esperanza encarnada.

Esa encarnación no es decorativa. La esperanza no es una guinda espiritual para nuestro pastel, sino una fuerza que atraviesa la vida concreta. Adorno escribió: «El gesto de la esperanza es el de no retener nada a lo que el sujeto quiere atenerse». Esperar con esperanza es soltar seguridades, abrirse a lo que aún no es, exponerse a la intemperie.

Y Han añade una capa más: «La esperanza es la única fuente de la grandeza del espíritu humano y de su empeño por tomar algo ‘de otro lugar’, de la trascendencia». La esperanza nos salva de la repetición, nos saca de la rutina, nos hace tender hacia lo que no está dado. Es lo que nos permite vivir el presente sin resignación, porque lo orienta hacia un futuro que no es mera prolongación del pasado.

Por eso el Adviento no es tiempo para distracciones ni para “matar el tiempo”, sino para provocarlo: para que el futuro no sea solo lo que viene, sino lo que hacemos venir; para que la llegada no sea un hecho inevitable, sino una tarea apasionante; para que la esperanza deje de ser palabra bonita y se convierta en gesto, carne, compromiso.

Es el motivo de que el Adviento incomode —a menos que lo revistamos de luces y deseos—. Porque nos obliga a salir de la espera pasiva y entrar en la esperanza activa. Nos invita a vivir sin refugio, a la intemperie, donde no hay certezas, pero sí horizonte. Y ese horizonte no se alcanza con la simple espera, sino con la provocación de las utopías.

Que este Adviento sea tiempo para alimentar la verdadera esperanza: audacia para una espera provocadora, apertura a la trascendencia, tierra firme en la que encarnarse y modelar el mundo. Porque la esperanza no es evasión, sino audacia: la audacia de provocar lo que aún no es, pero será.